lunes, 26 de marzo de 2012

Willie Nile - BlackBird - Santander, 22 de marzo de 2012

Me gustaría empezar esta crónica con el e-mail no enviado a un amigo ante la posibilidad de ver a Willie en alguna de las citas que todavía tiene pendientes:
La sala se convertirá en la casa de las mil guitarras, Jimi Hendrix tocara toda la noche, John Lee Hooker te dará una patada en el culo, Jim Carroll y Ramones correrán por las calles de Nueva York y te cruzarás con The Beatles y The Stones. Perderás la vergüenza y saltarás, si te atreves, llorarás. Te preguntarás qué es eso de la fama y te engañarás pensando que hay un mundo fuera donde Withney Houston se cambiaría por un tipo como Willie sin dudar. Y desearás estar rodeado por siempre de aquellas personas que junto a ti se emocionan con el amparo de la oscuridad y vibran con la coartada del rock y del punk que, por mucho que se empeñen las enciclopedias en contarnos otra versión, nació en un garito llamado CBGB’s.

Aún no hace un año desde que el americano girara por nuestro país con parada en Bilbao. Cuando la visita de un artista está relativamente cercana y, además, no tiene un nuevo álbum que presentar, te preguntas si merecerá la pena repetir (los tiempos no están para hacer muchos alardes económicos y más si Tindersticks me esperaban al día siguiente y Mark Lanegan cinco días después), si segundas partes serán buenas y... ¿Merece la pena volver a hacer el amor después de un día, dos, una semana o veinte minutos desde la vez anterior? Es lo que me respondo cuando me hago la primera de las preguntas y les aseguro que casi siempre merece la pena repetir.
El jueves hicimos el amor con Willie de forma diferente a la anterior, más intensa, más breve pero, como buen amante, nos dio todo lo que llevaba dentro hasta que su voz ya no le permitiera continuar. Lo que de antemano pudiera haber sido "una vez más" se convirtió en una de esas noches especiales cuya razón difícilmente llegaran a comprender quienes ven a sus ídolos rodeados de treinta o cuarenta mil semejantes. Una de esas veces (y ya no me refiero al sexo) en que los aplausos no responden a un gesto mecánico, sino a la sorpresa, la admiración y el eufórico reconocimiento.

No había setlist, ya saben, esos papelitos que a los pies de los músicos les sirven de guía. No hacía falta. Un cuaderno forrado, manoseado, paseado por mil y una salas, que imagino con las letras de la mayoría de sus canciones, era todo lo que necesitaba para no olvidarse de aquella estrofa que con el paso del tiempo parece resistirse a la memoria. Willie Nile proponía, abría ese cuaderno que tiraba y recogía una y otra vez del suelo, y la banda le seguía; daba la sensación de que pudieran interpretar cualquiera de las canciones recogidas a lo largo de una discografía intachable, desde hace más de treinta años hasta las todavía no publicadas de ese nuevo disco cuyo adelanto, “Holy war”, rescató de mi subconsciente “All along the watchtower” (quizá más en el espíritu que en la sucesión de acordes) y promete un fantástico futuro inmediato.

Cumplida media hora después de las nueve, el sonido de la inicial “Singin’ bell” nos esconde la voz tras las guitarras pero, tan sólo dos canciones más tarde, para cuando llega el primero de los grandes momentos de la noche, la banda y la mesa han encontrado su equilibrio. “Heaven help the lonely” ya juega con nuestro sistema nervioso y quienes se habían acercado a Blackbird por curiosidad o recomendación (como es el caso de mis dos inesperados acompañantes) se empiezan a preguntar de dónde ha salido Willie Nile y si de verdad son 64 los años que llevan recorriendo el mundo esos escasos 50 kilos de huesos y pasión. Y a mí me gustaría contestar a esa pregunta nunca formulada que descubrí a Willie Nile gracias a un disco que debería figurar en todas las enciclopedias, que compré casi por casualidad y que siempre tengo a mi lado, "Beautiful Wreck of the World", donde está incluida “On the road to calvary” en memoria a un amigo perdido, Jeff Buckley, que otra “desconocida” de nombre Lucinda Williams considera la mejor canción por ella escuchada; añadiría que aunque compañero generacional de Bruce Springsteen o Elliott Murphy no debuto hasta casi diez años después que ellos con un álbum homónimo, donde me encontré con “Vagabond moon”, lleno de poesía escrita a lo largo de una vida de quien siempre se creyó escritor antes que músico; y terminaría por asegurar que en justicia debería haber traspasado las fronteras de las ochenta o noventa personas que nos citamos en una pequeña sala detrás del ayuntamiento de Santander después de haber compuesto una de las mejores crónicas de la ciudad que lo adoptó, el imprescindible "Streets of New York", en la que se coló el sonido de los móviles de aquellas llamadas nunca contestadas la mañana del 11 M de Madrid, la rabiosa “Cellphones Ringing in The Pockets of The Dead”.
Ninguna de las canciones citadas sonaron el pasado jueves, tampoco la “stoniana” “She’s so cold” por la que cualquier otro hubiera pleiteado hasta el fin de sus días, y, aunque desde el público se escuchaba alguna que otra petición, no echamos en falta ninguna de ellas porque maneja un cancionero al alcance de muy, muy pocos artistas en el que sus últimos discos están tan cargados de clásicos como los primeros. "House of a thousand guitars" (2009) y "The innocent Ones" (2010) fueron sus álbumes más revisitados, pero podría haberlo sido cualquier otro de sus ocho imprescindibles trabajos.

“...My spanish is so bad but... my rock’n’roll is not so bad” , dijo antes de darnos la bienvenida en un esforzado castellano y mostrarnos el precio de la fama con “Rich and broken”, en esta ocasión, dedicada a Withney Houston. Cree realmente posible un mundo mejor y pone su granito de arena con “The innocent ones” o “Give me tomorrow”, pero no confía en los políticos para llevar a cabo este cambio y así lo cuenta en “Game of fools”, la primera que necesitó del cuadernillo porque, según se disculpó, es una canción que no ha tocado muchas veces en directo. El puño en alto era su señal de comunión con un público al que estaba dando poesía y rock en estado puro y que iba a vivir uno de los momentos más emocionantes que, a buen seguro, nos depararán el presente 2012 y posiblemente muchos años venideros. Se sentó al piano hasta entonces escondido en un lateral del escenario para interpretar dos temas con los que se alcanzó el climax absoluto: “Streets of New York”, escalofriante cuando la armónica colgada de su cuello silenciaba una sala transportada a las calles de la gran manzana, imágenes en blanco y negro de la ciudad descrita en "Born to run" por un Bruce Springsteen física y musicalmente más cercano al actual Willie Nile que a sí mismo y, aún no recuperados, “Love is a train”, un recorrido por todas las estaciones posibles del amor al que se sube la banda al completo cada vez que el sonido del vapor anuncia la salida de un viaje de ida con billete de primera clase y sin regreso posible. Willie, yo no me quiero apear nunca de ese tren.

Retomó la guitarra y señalándose las venas de sus brazos “Run” nos hizo creer que el concierto acabara de comenzar, una descarga final para la que se tenía reservada una sucesión de himnos que cantar con toda la sala haciendo los coros: “One guitar”, “House of a thousand guitars” y “People who died” en la que volvemos a Nueva York, pero esta vez en color y a los alrededores del CBGB’s y el Chelsea Hotel, junto a todos aquellos que ya no están para contarlo (con Jim Carroll a la cabeza, por supuesto, y un Joey Ramone al que ya le había dedicado “Can’t stay home”).
Preguntaba la hora y se resistía a abandonar el escenario antes de cumplir con un mínimo que imagino autoimpuesto, —“¿One more?, ok, just one more” . Y tras confesarnos los problemas de su garganta, llegaron los Beatles de “A hard day’s night”. —“¿One more?, ok, just the last one” . Y nos despidieron los Ramones de “California sun”.
Saludaron, dieron las gracias, firmó discos y se hizo mil fotos, siempre con una sonrisa y un —”Thak you very much” tan reales como el tipo que un par de horas antes habíamos visto junto al resto de su banda caminando por las calles de Santander enfundado en su plumífero azul, quizás negro, con la capucha puesta, en busca de un sitio donde tomar algo o simplemente tratando de estirar las piernas antes de la actuación. Un músico al margen de la popularidad (money is ok but fame is not good), uno de esos trovadores, poetas callejeros que se transforman en personas de carne y hueso cuando se descuelgan la guitarra y que giran por pequeñas salas donde para conseguir una entrada la gente no hace cola dos noches antes de que salgan a la venta. La sala Blackbird, desconocida hasta entonces por mí, resulto ser el lugar perfecto para mostrarnos la grandeza de Willie Nile y la verdadera la esencia de la música, de donde no debería haber salido nunca para prostituirse en el negocio de los estadios de fútbol.

- Foto & video registrados por Arrate en la sala Blackbird. Un millón de gracias.

miércoles, 21 de marzo de 2012

Chuck Prophet - Temple Beautiful

Aún no ha llovido lo suficiente para olvidarme de que "Let Freedom Ring" estuvo en lo más alto de mi particular lista con lo mejor de 2009. Sería recurrente repetir la frase hecha, y mil veces pronunciada, Chuck lo ha vuelto ha hacer. Chuck lo lleva haciendo desde hace más de veinte años, publicando clásicos imprescindibles, reinventándose, dándole patadas en el culo a los puristas del rock’n’roll y dándoles rock’n’roll a los puristas de todo lo demás.

Antes de grabar esta... Puta Obra Maestra, estuvo paseando durante un año el "London Calling" de la mano de Chris Von Sneidern y los Spanish Bombs como, según me han contado, nadie podría ni seguramente se atrevería, ¡Dios! Nos quedamos a las puertas del Le Bukowski donostiarra ya con las entradas agotadas y un llenazo que no le permitió al portero hacernos el favor. Un mitómano quizá se hubiese conformado con, tal y como nos sucediera, verle salir a fumar un cigarro justo antes del comienzo, estrecharle la mano y rematarlo con una foto (ninguna de las dos últimas cosas sucedió, naturalmente). Yo sólo quería escuchar su música, nada más.
Estoy seguro de que el disco de los Clash (que comenzara con el acorde más reconocible de la historia del rock) ha tenido mucho que ver en el espíritu heterogéneo de "Temple Beautiful" y en ese acorde inicial de “Play that song again”, la canción que te da una bofetada de la que ya no te recuperas hasta tres cuartos de hora después, la que te levanta los pies del suelo y te obliga a corear — oh, oh, oh! como un adolescente que acabara de descubrir esta música que le debe al diablo más que a ningún dios conocido. Después de todo, el disco es un homenaje a la ciudad de San Francisco y en Estados Unidos habrá unos cuantos que asocien al demonio con la ciudad de la paz y del amor (libre) donde antes que en ninguna otra parte (salvo en aquella Grecia que no tiene nada que ver con la actual) los homosexuales podían dejar el armario en casa con las puertas abiertas de par en par; así que el segundo tema, “Castro Halloween”, se lo dedica al barrio gay de la ciudad y la fiesta que se celebra en tan señalado día.
Hemos montado en el autobús (literalmente, para la presentación del álbum un autocar lleno de fans, con Chuck y su guitarra en el asiento delantero, visitó los lugares dónde se desarrollan las historias contadas en el disco), ya no hay vuelta atrás, pero sí que es posible pisar el freno y ahí es donde Prophet emociona realmente; dedicada a todos los solitarios encontrados en sus giras (a veces, él mismo), “Museum of Broken Hearts” es la canción: cuando todas sus influencias se convierten en referencia; los tiempos reposados son los que nos muestran ese sonido genuino del californiano que podríamos haber encontrado en cualquiera de sus discos precedentes, como “The Left Hand & The Right Hand”, la agridulce negación de la realidad (—“don’t tell me you don’t want my love, don’t tell me you don’t need my love”), o “He came from so far away (Red Man speaks)”, marcando nuestras pulsaciones, acelerándolas gracias a la voz de una Stephanie Finch que nos enamora antes de desaparecer como cantos de sirena para, jugando a ser Nancy Sinatra y Lee Hazlewood, convertirse en el contrapunto femenino de “Little Girl, Little Boy”.
Y así podríamos seguir hasta “Emperor Norton in the last year of his life”, la balada final, analizar canción a canción (casi lo hemos hecho, sin acordarnos del single, posiblemente la más callejera y urbana de todas ellas, “White Night, Big City”) de un disco que suena tan... ¿clásico, pero imposible de clasificar en la estantería de los estilos?, donde caben desde el punk hasta el pop de los cincuenta sin que nos demos cuenta del cambio, que cuenta historias vividas en las mismas calles en las que crecieron los Flamin’ Groovies del incombustible Roy Loney, donde se forjaron los X de John Doe y se educaron Willy y sus Mink DeVille. Un recorrido musical que nos muestra todas las caras del Prophet conocido: el guitarrista admirado por Lucinda Williams admirador de Waylon Jennings; el amigo de Alejandro Escovedo que versiona a Bruce Springsteen, Alex Chilton y a The Modern Lovers; eternamente comparado, musical y estéticamente, con Tom Petty; y uno de los pioneros de aquello que llamaron Paisley Underground que no vendiera su alma al diablo (supongo que porque Green On Red nunca tuvieron una oferta tentadora) facturando un disco que, intentando que no se note en exceso mi admiración por su autor, me deja sin adjetivos ante tal demostración de talento, de clase, de corazón, de nervio, ¿acaso no eran The Nerves de San Francisco?, y de power pop, claro, de power pop.


"Temple Beutiful" ha cambiado el destino impreso en mi tarjeta de embarque. Tenía intención de viajar a Nueva York, la ciudad con más y mejores cronistas de sus calles, desde Lou Reed hasta Willie Nile, Bruce Springsteen, Elliott Murphy o Garland Jeffreys (a quien reconoce como modelo). San Francisco ha encontrado el suyo, y yo a quien me guíe por ella (¿se le puede pedir más a un álbum?), desde Temple Beautiful hasta Twin Peaks, pasando por Castro street y el museo de los corazones rotos, por supuesto. Si se apuntan al viaje, no se olviden de llevar una flor en el pelo.


Lo ha vuelto a hacer, y van... por lo menos diez. Esta vez, Brad Jones estaba tras la mesa.
Oh Oh Oh play that song again, oh oh oh, I could hear it all night long

P.D. Si quieren saber más y mejor:
Temple Beautiful / Track-By-Track guide.
Chuck Prophet - Temple Beautiful, canción a canción en la Land.

lunes, 5 de marzo de 2012

Robyn Hitchcock – Tromso, kaptein

A Robyn Hitchcock me lo presentó Michael Stipe. El lider de R.E.M. puso su voz en “She doesn’t exist”, no recuerdo ni donde ni como la escuché pero si que me veo días más tarde rebuscando entre montones de vinilos aquel que pudiera contener tan preciosa canción de la que no conocía nombre ni edad. Como casi siempre, me equivoqué, pero mi discoteca está llena de felices errores (los tristes acabaron en tiendas de segunda mano). Me llevé "Queen Elvis" bajo el brazo y “Madonna of the wasps” giró a 33 revoluciones por minuto. Me repetía —Is this love?..., atrapado sin remedio en ese mundo del que nunca tendremos la certeza de si provienen de él o ha sido creado por aquellos artistas cuya realidad no parece de éste.

"Perpex Island", sería el siguiente, aunque ya no buscaba sólo una canción, la había encontrado.


Han transcurrido no sé si casi o más de veinte años desde entonces. Un montón de discos, nuevos unos y rescates del pasado otros muchos, han alimentado el deseo, siempre esquivo de realidad, de verlo en directo. Su voz es única, inconfundible, inalterable, la misma que a finales de los setenta estaba al servicio de The Soft Boys (aún, cuando el capricho de los astros así lo decide) creando un estilo imposible de describir sin citar al propio Robyn Hitchcock, por mucho que se esfuercen en encasillarlo dentro de los cánones de la psicodelia británica y de que lo emparienten con los Beatles que dieron a luz “Lucy in the Sky with Diamonds”, con los Pink Floyd de la era Syd Barrett o con el Bob Dylan de todas las eras. ¿The Byrds tocando canciones de The Velvet Underground? Robyn Hichcock tocando sus canciones, inacabadas, imperfectas, geniales.

Ninguno de sus discos será considerado por las revistas especializadas entre los mejores del año (tampoco lo he visto aparecer en muchos blogs), pero les aseguro que me sucede con cada uno de sus trabajos: se abren paso con dificultad pero poco a poco te atrapa la magia que desprenden sus notas, sus letras, sus dibujos (habitualmente es el autor de las portadas); magia que sale a borbotones hasta de la última de las demos incluida como bonus track en la jugosas reediciones de sus primeros álbumes.
Esta vez la criatura se llama "Tromso, kaptein", y para quien no conozca a nuestro protagonista podría ser el primero, viajar en el tiempo y nunca tener la certeza de si estamos a finales de los setenta, los ochenta o empezando a descender por la segunda de las décadas del nuevo siglo. Arreglado con mimo, una sección de cuerda mece las melodías en la profundidad, los coros femeninos sacan las canciones a la superficie y añaden una dosis de ternura y juventud que podría ser increíble en quien lleva más de treinta discos publicados, tratándose de Robyn Hitchcock nada es sorprendente. POP sin fecha de caducidad ni partida de nacimiento.


Plagiando el título de una de sus canciones: Robyn, tienes cielo.