lunes, 21 de noviembre de 2011

Cowboy Junkies – San Sebastián 10 de Noviembre de 2011


Enseguida encontré mi asiento: fila 10, nº 14. La sala de cámara del Kursaal es perfecta para este tipo de actuaciones, por la acústica y por la cercanía del público, en el pequeño de los cubos del edificio se logra casi el ambiente propio de los teatros. No era mi primera vez, Nick Lowe, también en noviembre, me lo descubrió, seguro que muchos de los presentes, cuya media superaba los cuarenta sin dificultad, estuvimos tres años atrás en el mismo lugar. Las entradas están agotadas, pero como ocurre siempre que las localidades son numeradas, hasta la última llamada (esos timbrazos que anuncian el comienzo) no se aprecia el lleno absoluto.
Apenas faltan diez minutos para las ocho de la tarde y la música que nos saluda es la de otro canadiense, la del mejor disco del año, Bon Iver. Los conciertos especiales, en ocasiones, están rodeados de circunstancias especiales. Dos horas antes había emprendido viaje a San Sebastián, en dirección a levante, la luna me pareció guiar durante todo el camino, emergiendo del mar, grande y rojiza primero, mucho más alta, pequeña, llena y blanca, luminosa, me daba la bienvenida cuando aparqué mi coche a escasos cincuenta metros del Kursaal, ¿otra señal?, la suerte también estaba de mi parte. Un buen vino era todo lo que mis tripas necesitaban para la ocasión y una llamada telefónica todo lo que estaba en mi mano para compartir un momento especial, hacía veintitrés años que nos tropezamos por casualidad pero nunca antes nos habíamos mirado cara a cara. Desconozco la edad de Margo, nunca me molesté en averiguarlo, el tiempo se ha detenido en ella, en su aspecto, en su voz, y en sus canciones.

Como si fuera el más amenazante de los instrumentos, una mampara de cristal protege a la cantante de la batería de su hermano Peter, un ramo de rosas rojas en el centro del escenario señala, sin duda, el lugar que ocupará ella. Michael tocará sentado las más de diez guitarras acústicas y eléctricas que permanecen alineadas y recién afinadas esperando su turno. Se apagan las luces. En la foto son siempre cuatro los miembros de la banda, los tres hermanos más el bajo de Alan Anton, pero el sonido de Cowboy Junkies le debe tanto a Jeff Bird como a ellos mismos, son más de veinte años juntos grabando discos y recorriendo mil carreteras, su harmónica es la de "The Trinity Session", su mandolina también, en directo te preguntas cómo lo hace, esa mandolina eléctrica suena a mil cosas, como guitarra solista, como slide, distorsionada y, a veces, incluso como una mandolina de verdad.
“Sing in my meadow” es la carta de presentación del quinteto, un blues que les sale de las entrañas, la canción que da título a su última entrega discográfica y su manera de decirnos que se sienten vivos, no van a hacer concesiones, tienen nuevo disco bajo el brazo y nos lo quieren presentar. Cuentan en las entrevistas que tras quedarse sin contrato discográfico (una banda de su calidad en activo desde 1985), en lugar de emprender cien aventuras paralelas decidieron plasmar todas sus inquietudes en cuatro álbumes que publicarían en 18 meses: el primero, "Remin Park", fruto de la experiencia de Michael en China a donde acudió para adoptar a sus dos hijas; el segundo, "Demons", como homenaje a su amigo Vic Chesnutt (nos confesaría Margo que era su favorito de la serie); el tercero, "Sing in my meadow", el más eléctrico e intenso de su carrera; y un cuarto aún por publicar. La serie completa, denominada "The Nomad Series", fue la protagonista de los seis o siete primeros temas del concierto. Hubiera sido más fácil conquistar a la audiencia (que todo hay que decirlo, ya estábamos entregados de antemano), tocando sus álbumes más populares. “...No os preocupeis...”, nos tranquilizo una muy comunicativa Margo Timmins, “...luego tocaremos Sweet Jane”, y lo hicieron, lo prometieron y lo hicieron en el modo en que Lou Reed hizo mutar la canción con la intro del "Rock 'n Roll Animal". En directo son varios los momentos en que se transforman en una jam band cargados de blues y electricidad, fueron sólo momentos, el folk, el country y el rock más melancólico y reposado son el terreno en el que se muestran tal y como son en realidad, sobre todo cuando se desnudan, guitarra, harmónica y voz, para interpretar “To love is to bury” o cuando “Misguided angel” rivaliza con “Remin park”, pudiendo cualquiera de ellas haber formado parte tanto del clásico "The Trinity Session" como de su penúltimo álbum. La sesión grabada en la iglesia de la santísima trinidad de Toronto en 1988 es el más representado de entre todos sus trabajos, era lo esperado, se adelantaron a su tiempo, sus canciones suenan tan actuales como entonces y son las que más aplausos y emoción provocan entre el público. Y lo que nunca puede faltar en un concierto de los canadienses: las versiones, aunque en sus manos ninguna de las composiciones que toman prestadas parezcan ajenas a la banda, hicieron suyos cada nota y cada verso, de Lou Reed, de Vic Chesnutt (“...el mejor compositor norteamericano de canciones tristes...”, “¿os gustan las canciones tristes?...”) o de Neil Young, quien acaparó la despedida con “Don’t Let It Bring You Down”,primero, y “Powderfinger” para el definitivo adiós.

Fueron más de dos horas con el setlist más largo de entre sus recientes conciertos, es posible que sorprendidos por el respeto y la entrega del público de una pequeña ciudad al norte de España que acababan de descubrir. Margo habló mucho, bromeó, contó anécdotas, explicó el por qué de algunas canciones, su admiración por Vic Chesnutt, su paseo por la ciudad (en busca de un bar en la cima del Urgull) y nos recordó que no podrían estar frente a nosotros de no ser porque graban canciones y venden discos, fue sólo una excusa para hablarnos de su web (donde podríamos encontrar más de doscientas canciones no publicadas) y citarnos después del concierto para adquirir una copia firmada de sus últimos cds (“…un buen regalo de navidad para vuestras madres”). Mi regalo fue escuchar “To love is to bury” casi en la intimidad. Mereció la pena recorrer los 180 kilómetros que nos separaban veintitrés años después.

jueves, 10 de noviembre de 2011

Cowboy Junkies, 23 años después

La música, sin yo saberlo, peor aún: sin yo aceptarlo, ha llenado huecos en mi vida que deberían haber ocupado las personas. Que te abracen era una necesidad olvidada, pero me engañaba y, en cierta forma, había logrado llenar ese vacío. Hay unos cuantos discos que lo consiguieron, todavía los necesito de vez en cuando.

Hubo un tiempo en que me pasaba las horas escuchando la radio, entonces creía que lo que hacía era dibujar, hasta que caí en la cuenta de que me importaba más la música que salía del radiocasete que el proyecto que pudiera tener encima de la mesa. Y en esas estaba, rondando los 19 años, cuando escuché “Sweet Jane” (original de la Velvet Underground y que yo conocía por el "Rock’n’Roll Animal" de Lou Reed) interpretada por los Cowboy Junkies. El nombre de la banda me llamó la atención, la canción, la versión de una canción ya conocida, me había conmovido... y yo con esa edad no estaba para ponerme tierno. Margo, en lugar de cantar, acaricia las canciones, el grupo al completo trata cada pieza con extrema delicadeza, adueñándose absolutamente de cada una de ellas de forma que “I’m So Lonesome I Could Cry” (Hank Williams) o la referida “Sweet Jane” (Lou Reed) parecen tan suyas como “Misguided Angel” o “200 More Miles”. Pero eso es algo que descubriría días después, hasta entonces una sola canción era la que había recorrido cada centímetro de mi piel, la que me había embaucado para salir a la calle y buscar ese disco, descubrirlo y disfrutarlo al completo.
Tras un montón de vinilos en el cajón de la letra C, tras una desenfocada foto en blanco, negro y sepia, se escondía una colección, quizás debería decir una sesión, grabada el 27 de noviembre en una Iglesia, de canciones tradicionales, versiones escogidas y temas propios inmersos en una atmósfera muy especial: la registrada por un sólo microfono en el centro de The Church of The Holy Trinity (Toronto), más allá de los sonidos, el espacio, la humedad de la piedra y la quietud del lugar.

Recurro a él muy de vez en cuando y procuro separar las escuchas en el tiempo, como quien conociera de los efectos letales de esa droga que no puede evitar tomar. Hoy ha sido una de esas veces, tocar el vinilo ya casi consigue el efecto buscado, sacarlo de la funda, colocarlo en el plato, dejar caer la aguja y sentirte como un Yonki (haciendo honor al nombre de la banda). Hoy necesitaba esa caricia que desde hace casi veinticinco años me produce el mismo placer. No siempre tienes contigo a quien te abrace.

Veintitrés años más tarde he comprado una entrada para ver a los hermanos Timmins en San Sebastián.

martes, 8 de noviembre de 2011

Edwyn Collins – Losing sleep


Hay cosas que no se aprenden, les son innatas a determinadas personas, y el trabajo y la experiencia son la mejor manera de poderlas desarrollar. El genio, como don distintivo de quienes denominamos ARTISTAS con respecto a los que simplemente se pueden calificar de músicos (como si no tuviera mérito saber tocar bien una guitarra), es una de esas cosas a las que me refería y Edwyn Collins un buen ejemplo que lo demuestra.

Con él, como ya he contado con Elliott y tantos otros, el azar tuvo papel protagonista en la película de su descubrimiento, sus últimos discos fueron los primeros, Orange Juice el nudo de la historia y sus primeros pasos en solitario el feliz desenlace: "Hope and Despair", mi sorprendente regalo de cumpleaños sin que quien tuvo el detalle supiera de mi fecha de nacimiento, un precioso vinilo, el debut en nombre propio de Edwyn Collins, compartiendo el último aliento de los 80s con Prefab Sprout, LLoyd Cole, Martin Stephenson, Aztec Camera, o los Shack que surgieron de las cenizas de Pale Fountains. Ahora mismo tengo su funda entre mis manos y me pregunto por qué Jesús (Against the cierzo) pensaría en mí como su dueño, mientras la aguja me responde qué más da, quizá nuevamente haya sido obra de un destino caprichoso.
No me atrevo, todavía, a hablar de él, la forma en que ha llegado a mí me impediría ser objetivo. Eso sí, tenemos una cerveza pendiente. Sin embargo me sirve de coartada para presentar, aunque con cierto retraso, a este ARTISTA cuyo último trabajo es en realidad el primero (curiosamente para mí su primer trabajo ha sido el último en llegar a mi discoteca).

Una hemorragia cerebral lo tuvo al borde del abismo, era el año 2005, acababa de grabar un disco, "Home Again", que no se publicó hasta dos años más tarde. Los médicos aseguraron que sería el último. Graves secuelas físicas y daños cerebrales lo dejaron sin habla y afectaron a su memoria.
Cualquier artículo referente al escocés inevitablemente hará alusión al golpe sufrido. Su dura rehabilitación y la recuperación, no ya sólo del músico, del artista, sino también de la persona, servirá para llenar líneas que posiblemente restarán protagonismo a lo que nos ocupa de verdad: la música, la de un disco con doce canciones, el séptimo de su carrera en solitario, que suena diferente después de conocida la historia que hay detrás y, por ello, distinto a cualquiera de los anteriores, tan fresco como el debut de Orange Juice, tan maduro como el primero de quien a los cincuenta y un años ha tenido que aprender a tocar la guitarra de nuevo, el álbum de quien se olvidó de hablar y ha vuelto a cantar y a componer.
Sus amigos, muchos de ellos alumnos y rendidos admiradores, han querido echarle una mano, allanar el camino a quién un buen día se lo descubrió. Él junto con otros de su generación, inventaron lo que hoy se conoce como “indie”, música POP hecha con la elegancia de los que supieron hace casi treinta años apoderarse del alma de la música negra y del nervio del punk.
La lista es larga: Johnny Marr (The Smiths) comparte créditos en “Come tomorrow”, Alñex Kapranos (Franz Ferdinand) en “Do it again” y Roddy Frame (Aztec Camera) en “All my days”; y junto a ellos, miembros de The Drums, The Magic Numbers o The Cribs, alguno de los cuales todavía no había nacido cuando nuestro protagonista ya era una estrella del rock.

Un debut prometedor. La voz de Edwyn, guitarras acústicas, rítmicas deliciosas... y unos ritmos sencillos, pero tan difíciles de construir, consiguen que la canción no te abandone, ¿música simple? Un tratado de pop atemporal. El genio permaneció intacto.


GRACIAS JESÚS!

domingo, 6 de noviembre de 2011

The Strange Boys - Live Music

Todos tenemos un puntito de locura que nos permite mantener la cordura. La proporción, como se pueden imaginar, varía de unas personas a otras, pero es tan necesaria como las hormonas femeninas que tenemos los hombres y que posiblemente evitan que nos demos de hostias los unos con los otros (apliquemos masculinas a las mujeres y donde digo hostias, pues...).
The Strange Boys ponen en mi discoteca la dosis de locura que un tipo serio como yo necesita. Con motivo de su anterior trabajo (no estoy seguro de que haya pasado un año desde entonces), “descacharrada” fue el adjetivo utilizado para describir su música, el espíritu del punk (al menos así entiendo yo que debería sonar en el siglo XXI) y la New Wave (“Punk's Pajamas” la podrían haber firmado los Brinsley Schwarz de Nick Lowe) dentro del cuerpo de una banda de garage, de jóvenes descarados a los que abrazas sin razón u odias sin piedad. La voz de Ryan Sambol, aguda y nasal, tiene ese poder, o ese inconveniente, irritante y adictiva por igual.

Aunque difícil de creer, hubo un tiempo en que Tom Waits era joven, tocaba el piano en un cabaret donde actuaban los Rolling Stones más negros de principios de los 70 y en muchas de sus canciones era Bob Dylan quien soplaba la armónica y cantaba borracho como una cuba. No me hagan mucho caso, son sólo nombres que bailan en mi cabeza conforme gira un disco, en realidad, deudor del debut de Violent Femmes y heredero directo del atrevimiento y la naturalidad de Jonathan Richman cuando todavía su nombre no figuraba separado de los Modern Lovers, de las primeras genialidades de The Feelies o de unos Soft Boys que estuvieran influidos, conforme a los tiempos, por el sonido “americana” a golpe de piano y slide guitar.

El tercer álbum de “Los chicos extraños” es su trabajo mejor producido (o quizá el primero que realmente lo está), han madurado, como si hubieran puesto orden en la cacharrería, se atreven con tiernos medios tiempos, “Over the river and through the woulds” (...Love is becoming true in you...), bocetos de canción en los que se desnudan instrumental y emocionalmente, “You and Me”, abrazan el pop con descaro sonando más accesibles que nunca, se atreven con el blues, “Omnia Boa”, se atreven con todo, sin perder un ápice de encanto, siguen sonando psicodélicos y... locos y... maduros. ¿Originales? Todo lo contrario, y por ello, auténticos.
"Live Music" no es un álbum en directo, sino un álbum vivo. Bendita locura.